sábado, 20 de junio de 2020

Adiós a la verdad

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Adiós a la verdad: así podríamos expresar, de manera más o menos paradójica, la

situación de nuestra cultura actual, ya sea en sus aspectos teóricos y filosóficos, ya sea
en la experiencia común. En referencia a esta última en particular, se hace cada vez más
evidente a todos que «los medios mienten», que todo deviene juego de interpretaciones
no desinteresadas y no por necesidad falsas, sino como tal orientadas según diferentes
proyectos, expectativas y elecciones de valor. La cultura de las sociedades occidentales
es, de hecho, aunque a menudo no de derecho, cada vez más pluralista. También la
reciente experiencia de la guerra en Iraq -donde los jefes de los grandes gobiernos que
ordenaron la invasión a ese país han debido reconocer que mintieron a la opinión pública
de sus respectivos países (si fue de forma voluntaria o involuntaria, es un tema abierto
que por cierto no se resolverá mediante encuestas que se fingen independientes
ordenadas por ellos mismos)-ha replanteado la cuestión de qué es la verdad en política.
Muchos de nosotros hemos debido tener en cuenta que el escándalo relacionado con
Bush y Blair por las mentiras sobre las armas de destrucción masiva de Saddam no era,
en absoluto, «puro» y objetivo como se intentaba hacer creer. Pero preguntémonos: si
Bush y Blair hubieran mentido de forma tan impúdica por un fin noble, por ejemplo,
reducir el costo de los medicamentos contra el SIDA en todos los países pobres del
mundo, ¿estaríamos escandalizados en igual medida? Por lo demás, es sabido que
cuando está en juego la defensa contra un enemigo, por ejemplo, en el caso de las
actividades de los servicios secretos, se admiten como necesarias violaciones muy
graves. Según he podido aprender al formar parte de una comisión en el Parlamento
europeo sobre el sistema Echelon (interceptaciones indiscriminadas de todas las
comunicaciones mundiales a través de una red satelital constituida por los Estados
Unidos, Gran Bretaña, Nueva Zelanda y Australia), somos controlados por un Gran
Hermano para nada imaginario que responde a los Estados Unidos y a sus más fieles
aliados. Por lo general, este control es ilegal, pero la Unión Europea nada puede hacer al
respecto puesto que las cuestiones de seguridad nacional (pero ¿quién decide qué son tales?) están en manos de cada uno de los Gobiernos, que es difícil que intervengan
contra la superpotencia yanqui. Por supuesto, soy muy consciente de que existe un
problema de seguridad para las sociedades occidentales, tan complejas y vulnerables a
causa de su alto estándar tecnológico: lo que cada vez convence menos es el modo en
que los Estados Unidos creen que pueden resolver ese problema para sí mismos y para
el mundo entero, por lo demás, sin consultarlo

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