Nunca tres
generaciones consecutivas fueron tan afortunadas. Desde los llamados Baby
boomers, pasando por los Millennials, hasta la emergente Generación Z, en
Occidente hemos disfrutado y seguimos disfrutando de un periodo de paz y
prosperidad que, con sus altibajos, se ha mantenido en el tiempo y alcanza ya
los tres cuartos de siglo. Sin embargo, cada vez parece pesarnos más el
sentimiento pesimista que, combinado con un corrosivo y extraño desasosiego está
propagando la creencia de que el colofón a tanta dicha sólo puede ser un
desenlace apocalíptico. La Organización Mundial de la Salud estima que en breve
la pérdida de laautoestima y el sentimiento de culpabilidad, esto es, la
depresión moderna, se convertirán en la segunda causa de discapacidad. Llama la atención el término “moderna”, porque
incide en una tipología de la depresión que sería, a lo que parece, exclusiva
no ya de nuestro tiempo sino de las sociedades más desarrolladas y que tienen
un mayor índice de bienestar.
Paradójicamente, en la República Centroafricana, por ejemplo, no hay margen
para la depresión.
En este país, donde más de 10.000 niños han sido reclutados como niños soldado, trabajadores forzosos o esclavos sexuales, y donde los homicidios, acceso a
armas, crímenes violentos, inestabilidad política y número de personas
desplazadas lo sitúan en el top 10 de los países más peligrosos del mundo, la
depresión sería un lujo tan inaccesible como pudiera serlo disfrutar de un SUV
premium mediante un flexible sistema de renting que tan habitual es en nuestro entorno.
La República Centro africana no es el único lugar del mundo donde la depresión
no tendría cabida. A vuela pluma, podríamos citar Sudán, Siria, Irak,
Venezuela, Libia, Somalia e, incluso, en la propia Europa, Ucrania, que tiene
parte de su territorio afectado por un conflicto bélico alentado desde Rusia.
Salvo las excepciones de Venezuela y Ucrania, el denominador común de estos
territorios, y otros muchos, asolados por la violencia, la inseguridad y los
conflictos es en buena medida la impermeabilidad a la civilización Occidental.
Mientras que otros, aparentemente mucho más prósperos y desarrollados, pero que
sólo han asimilado de Occidente el desarrollo tecnológico y económico, como es
el caso de China, ocultan al mundo los abusos de poder de sus sistemas
políticos de acceso restringido. De esta forma, mientras los occidentales se
sumen en un pesimismo recalcitrante, proyectando furibundas enmiendas a la
totalidad de lo que son e, incluso, asumiendo como propios los desmanes de las
sociedades más atrasadas, el discurso político que subterráneamente fluye a
través de las potencias emergentes es que “Occidente quiere imponer su sistema en el mundo, sus valores. Quiere hacerlo también en China. Por eso
pretende imponer su agenda, con el diálogo siempre vinculado a los derechos
humanos. Pero nosotros nos preguntamos por qué.
Quizá deberíamos mantener nuestros sistemas, porque el sistema occidental está
ya caducado”.
De esta forma, quienes aspiran, desde dentro y desde fuera, a convertirse en el
nuevo motor de la Historia, legitiman que las principales leyes o
constituciones no salvaguarden los derechos individuales, porque esos derechos
serían expresiones discutibles de una forma de ser y hacer que toca a su fin. Y
aquí cabe preguntarse qué ocurrirá si la tecnología y la economía se convierten
no ya en los valores supremos, sino en los únicos valores vigentes en el
futuro. Pero también qué podría suceder si el mundo se sumiera en un
esencialismo militante. Porque el empeño en acabar con Occidente como
referencia universal no es una expresión unívoca, se ha constituido en una
combinación de ideas contradictorias, donde la prosperidad económica y el
avance tecnológico
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