El Médico De Sidi-Dris. Por Lorenzo Silva
Estas cosas son raras,
La novela, entre otros escenarios, sucede en un lugar : Sidi-Dris, un cerro perdido entre Alhucemas y Melilla, con una impresionante vista sobre el Mediterráneo, y donde en 1921 hubo una atroz batalla que costó la vida a la mayor parte de los 300 españoles que lo defendían.
En el capítulo 10 de la novela se narra la llegada de algunos de sus protagonistas a Sidi-Dris, huyendo desde Talilit, otra posición que cayó en aquellos días, y con cuyos supervivientes se incrementó la sitiada guarnición. Uno de ellos viene enfermo, y lo llevan a la enfermería. Y esto es lo que cuenta el libro:
En Sidi Dris reinaban a partes iguales la inquietud y el desaliento. Amador arrastró a Andreu hacia la enfermería, donde se amontonaban los heridos. El oficial médico vino a examinarlo al cabo de media hora. Le bajó el pantalón y se inclinó con gesto impasible sobre la herida. Le volteó para verla por atrás.
-Entrada y salida y sin tocar el hueso ni la arteria -concluyó-. ¿Tú juegas mucho a la lotería, chaval?
-No precisamente -respondió Andreu.
-Pues deberías. Voy a limpiarte la herida y a vendarla. Y no hay mucho más que hacer, hasta que venga el barco a sacarte.
En un catre cercano había un soldado con la cabeza vendada. Estaba inmóvil, mirando al techo. Canturreaba, en voz queda:
Los suspiros de Melilla
no llegan a mi ventana,
porque pasa el mar por medio
y se quedan en el agua.
-Es una condenación -dijo el médico, mientras desinfectaba a Andreu-. No hace más que cantar esa copla. Parece que se la decían a los quintos las mozas de su pueblo. Es lo malo de los tiros en la cabeza. A unos les da por cantar y a otros por gritar como si los estuvieran desollando.
-Mejor será que cante, entonces -masculló Andreu, aguantándose el dolor.
-Mejor sería que le hubieran dejado en el sitio -opinó el médico, brutal.
Mis tres personajes eran de ficción, aunque inspirados en los mártires reales de aquella aciaga batalla. Traté de hacerlos verosímiles, quise que, aun inventados, lo que dijeran y cómo lo dijeran fuera congruente con quiénes eran y lo que vivieron.
Pues bien, en efecto había un médico en Sidi-Dris. Luis Hermida Pérez, se llamaba. Hace unos días recibí un correo electrónico. Mi corresponsal, Isabel, oriunda de Galicia, me decía que sus bisabuelos, que habían tenido amistad con él, guardaban una foto de aquel hombre, muerto en plena juventud y cabe presumir que sin descendencia, como la mayoría de aquellos soldados infortunados. Me la adjuntaba al correo. Aquí está:
Para que se vea que no exagero con la vista, es ésta: Confieso que sentí un escalofrío al ver esos ojos mirándome, y que en seguida busqué el libro y en él, el pasaje que acabo de transcribir. Confieso, también, que respiré aliviado al ver que no había puesto en labios del personaje literario que le representa nada deshonroso, ni lo había mostrado como alguien negligente en su oficio. Que tan sólo le había atribuido una desesperanza comprensible y en absoluto censurable, en quien por lo demás seguía al pie del cañón, tratando de salvar las vidas que se le encomendaban.
No quiero ni imaginar qué habría sentido si hubiera sido de otro modo. Porque en esa mirada hay un hombre limpio y de honor. Viéndolo ante mí, me alegra haber escrito aquel libro para reivindicar su nombre y el de todos aquellos soldados perdidos. Y me conmueve que haya venido a través del tiempo a buscarme. Quiero pensar que donde quiera que esté, después de todo lo sufrido, encontró la paz que merecía.
Estas cosas son raras,
La novela, entre otros escenarios, sucede en un lugar : Sidi-Dris, un cerro perdido entre Alhucemas y Melilla, con una impresionante vista sobre el Mediterráneo, y donde en 1921 hubo una atroz batalla que costó la vida a la mayor parte de los 300 españoles que lo defendían.
En el capítulo 10 de la novela se narra la llegada de algunos de sus protagonistas a Sidi-Dris, huyendo desde Talilit, otra posición que cayó en aquellos días, y con cuyos supervivientes se incrementó la sitiada guarnición. Uno de ellos viene enfermo, y lo llevan a la enfermería. Y esto es lo que cuenta el libro:
En Sidi Dris reinaban a partes iguales la inquietud y el desaliento. Amador arrastró a Andreu hacia la enfermería, donde se amontonaban los heridos. El oficial médico vino a examinarlo al cabo de media hora. Le bajó el pantalón y se inclinó con gesto impasible sobre la herida. Le volteó para verla por atrás.
-Entrada y salida y sin tocar el hueso ni la arteria -concluyó-. ¿Tú juegas mucho a la lotería, chaval?
-No precisamente -respondió Andreu.
-Pues deberías. Voy a limpiarte la herida y a vendarla. Y no hay mucho más que hacer, hasta que venga el barco a sacarte.
En un catre cercano había un soldado con la cabeza vendada. Estaba inmóvil, mirando al techo. Canturreaba, en voz queda:
Los suspiros de Melilla
no llegan a mi ventana,
porque pasa el mar por medio
y se quedan en el agua.
-Es una condenación -dijo el médico, mientras desinfectaba a Andreu-. No hace más que cantar esa copla. Parece que se la decían a los quintos las mozas de su pueblo. Es lo malo de los tiros en la cabeza. A unos les da por cantar y a otros por gritar como si los estuvieran desollando.
-Mejor será que cante, entonces -masculló Andreu, aguantándose el dolor.
-Mejor sería que le hubieran dejado en el sitio -opinó el médico, brutal.
Mis tres personajes eran de ficción, aunque inspirados en los mártires reales de aquella aciaga batalla. Traté de hacerlos verosímiles, quise que, aun inventados, lo que dijeran y cómo lo dijeran fuera congruente con quiénes eran y lo que vivieron.
Pues bien, en efecto había un médico en Sidi-Dris. Luis Hermida Pérez, se llamaba. Hace unos días recibí un correo electrónico. Mi corresponsal, Isabel, oriunda de Galicia, me decía que sus bisabuelos, que habían tenido amistad con él, guardaban una foto de aquel hombre, muerto en plena juventud y cabe presumir que sin descendencia, como la mayoría de aquellos soldados infortunados. Me la adjuntaba al correo. Aquí está:
Para que se vea que no exagero con la vista, es ésta: Confieso que sentí un escalofrío al ver esos ojos mirándome, y que en seguida busqué el libro y en él, el pasaje que acabo de transcribir. Confieso, también, que respiré aliviado al ver que no había puesto en labios del personaje literario que le representa nada deshonroso, ni lo había mostrado como alguien negligente en su oficio. Que tan sólo le había atribuido una desesperanza comprensible y en absoluto censurable, en quien por lo demás seguía al pie del cañón, tratando de salvar las vidas que se le encomendaban.
No quiero ni imaginar qué habría sentido si hubiera sido de otro modo. Porque en esa mirada hay un hombre limpio y de honor. Viéndolo ante mí, me alegra haber escrito aquel libro para reivindicar su nombre y el de todos aquellos soldados perdidos. Y me conmueve que haya venido a través del tiempo a buscarme. Quiero pensar que donde quiera que esté, después de todo lo sufrido, encontró la paz que merecía.
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